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viernes, 29 de enero de 2016

Hay un buen tipo de tristeza

Siempre me hablaron de la tristeza que desgarra corazones y hunde esperanzas en el barro. Siempre me comentaron que el llorar habla de un alma desgarrada, palabras no dichas o, por el contrario, dichas con demasiada brutalidad. Así asocié la tristeza al agobio de las relaciones humanas, a las expectativas ajenas que nunca se logran cumplir, a las expectativas propias que siempre terminan vacías.


La tristeza, aquella nube gris sobre personas que perdieron el norte o se deben redefinir. Así fue que toda mi vida relacioné la tristeza con una especie de dolor particular, un dolor subjetivo, colérico y agridulce.


Cuando crecí y me rompieron el corazón comprobé ese tipo de angustia que oprime las costillas y destroza sueños. Ese tipo de dolor en el cual uno pierde la identidad y por tanto, a sí mismo.


Sin embargo, cuando crecí también conocí un buen tipo de tristeza. Aquel tipo que no cuentan los cuentos ni las películas, aquel que resultaba una incógnita.


La nostalgia de abandonar un lugar que reguarda miles de recuerdos, las lágrimas luego de despedir a un amigo, el devenir de un paisaje que fue un hogar por meses y que debes dejar, el suspiro interno que provoca el final de un largo viaje. Aquella melancolía de decirle adiós por un tiempo a las personas que nos provocan cuestionarnos, aquellos que logran flexibilizar nuestros “absolutismos”. Aquellos que tumban nuestros “nuncas” y nuestros “siempres”.


Hablo entonces del buen tipo de tristeza que deviene de un centenar de momentos de felicidad, ese tipo de tristeza que encuentra su génesis en un encuentro honesto con amigos, con uno mismo o con la persona que uno ama. Con un compañero, con un día soleado o con una buena canción.


Hablo del buen tipo de tristeza que provoca certezas y no indecisión, que suscita sonrisas y acarrea recuerdos de quienes nos conforman como personas. El buen tipo de tristeza que me provoca carcajadas mientras lagrimeo, que me recuerda a una buena aventura, a los riesgos tomados y las gratitudes de mis decisiones, pero, sobre todo, el buen tipo de tristeza que me promete que algún día nos vamos a volver a encontrar.

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