A lo largo de la vida me he vuelto una persona demasiado aprehensiva y controladora: me gusta que todo esté en su lugar, que todo se cumpla como está estipulado, que se cumpla en las reglas implícitas de la sociedad así como en las explícitas, y que todos se comporten como según mi sentido común dicta que deben comportarse, y vaya que tengo un buen sentido común.
Por estas razones es que he experimentado más veces de las que yo quisiera, que nada salga como planeo. Es algo que a la vista de todos resulta evidente teniendo una forma de ser como la mía, pero no es tan fácil aceptarlo.
Analizando por una vez en mi existencia por qué soy así en lugar del por qué de que los demás sean así, descubrí que lo que hay es un gran miedo, un gran miedo a mis sentimientos.
Me considero una persona demasiado sensible, entregada a más no poder, pero cautelosa. Se aprende que siendo tan sentimental no puedes serlo todo el tiempo porque muchas cosas te las tomas a pecho cuando tal vez no tienen absolutamente nada que ver contigo.
Por ello tengo un círculo bastante cerrado de amigos y personas que de verdad amo, me llaman selectiva, yo le llamo temor a las personas.
En querer controlar todo lo puedo manejar con mis amigos y familiares, soy más equilibrada en mis emociones, lo que verdaderamente me desequilibra es cuando me enamoro.
Me enamoro y todas las emociones salen por completo, como si yo les abriera las puertas de par en par: la felicidad, el amor, la ansiedad, el miedo, la tristeza, la inseguridad; no puedo controlar nada, y era algo que verdaderamente odiaba que me sucediera porque todos sabemos que cuando alguien llega a tu vida, nunca sabes si es para quedarse o si sus sentimientos son sinceros, solamente te queda confiar, y saber que pase lo que pase vas a salir adelante.
Me llamaba “tonta” por ser tan entregada, por querer dar lo mejor de mí y por dejarme de lado (aunque lo último sí es una tontería), por tener tanto miedo de perder a la persona, por hacerme muchas ilusiones, y por sentir una profunda tristeza cuando todo terminaba.
Debo ser sincera en ese punto, y es que cuando todo termina, normalmente es porque yo le doy fin y la razón es muy fácil: llega un punto en que por más que te dejes de lado, vuelves tú misma en tu mente pidiendo un poco de atención, analizas si la entrega vale la pena y más que nada piensas un poquito en ti y a dónde te está llevando todo.
En esos análisis y la compañía eterna de las personas que me quieren, es cuando veo si voy a sufrir más de lo que voy a disfrutar, y si no me conviene, mejor me hago a un lado, y es ahí cuando viene el proceso de culpa por abrir mis sentimientos.
Con el tiempo, me he dado cuenta de que por primera vez en mi vida siento que las pocas veces que abrí mis sentimientos cuándo me enamoré, valieron la pena porque no sólo los abrí con esa persona, sino con todos: me volví más cercana a todas las personas que son importantes para mí, dándoles todo lo bonito que tengo, con mucho miedo, pero con mucha dicha.
Con esas personas que llegaron para no quedarse, aprendí que no eliges de quien te enamoras, lo bonito que es abrirse completamente por la sensación de libertad que experimentas (por fin te permites ser tú mismo) y que nadie tiene control sobre nada.
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