Unos policías se enfrentaban a uno de los casos más importantes de sus carreras. Eran los héroes de su comunidad: ya habían desbaratado redes de narcotráfico, combatido la delincuencia y mantenido el orden y las buenas costumbres. Estaban a un paso de conseguir un gran ascenso o al menos ser condecorados con los mayores honores de fuerza policial. Pero el destino quizo otra cosa:
“Antes de esa extraña noche mi trabajo de policía era bastante rutinario. Trabajo en una comisaría de uno de los suburbios de mi ciudad donde no sucede mucho. Es un sector principalmente residencial. Hay delincuencia, sí, un poco, pero la hemos combatido de buena manera. De repente tenemos que perseguir algunos ladrones de casas, acudir a los llamados de los vecinos y ayudar con algunos accidentes de tránsito pero más que eso no sucede nada raro. Pero después de ese viernes nada fue igual.
Todo cambió cuando comenzaron a levantar edificios en una de las avenidas principales. Mucha gente aprovechó el gran precio que ponían las empresas constructoras por sus hogares y comenzaron a vender. En poco más de cuatro meses habían 20 casas abandonadas en el sector. Y lo peor de todo era que se demoraban mucho en iniciar las demoliciones. Algún lío judicial había porque las casas estaban abandonadas y no pasaba nada. No había señales de que comenzarán los trabajos.
Esto lo aprovecharon muchos -jóvenes sobre todo- para hacer fiestas y vandalismo. Incluso una vez encontramos a un tipo que aprovechó el lugar para establecer su centro de operaciones para distribuir marihuana, cocaína y otras drogas duras. Logramos desajustar toda la banda. Aparecimos en las noticias de la tarde y nuestro comandante estuvo muy orgulloso de nuestro trabajo. Se nos prometió un ascenso. Pero todo quedó en el pasado después de esa noche.
Todo comenzó una noche de invierno. Era viernes pero no había mucho movimiento. Llovía y había un viento que helaba los huesos. Yo y mi compañero comenzamos la ronda nocturna sin problemas. Habíamos hecho nuestro primer recorrido y nada. No había casi nadie en las calles. Parecía una noche fácil, no íbamos a tener mucho trabajo.
Decidimos ir hacia una estación de servicio que abría las 24 horas para comprar un café y comer algo. Ni la calefacción del coche policial era capaz de combatir la temperatura que había afuera. No nos iba a tomar más de 10 minutos. Cuando estábamos en la fila para pagar dos cafés y un par de sandwiches recibimos el fatídico llamado de la central.
Era un código 10-21. “Ruido sospechoso en casa no habitada”. Un vecino del sector de las casas abandonadas dijo escuchar ruidos extraños y ver luces en una de las más grandes que había. Incluso en la llamada la persona dijo haber escuchado un balazo. Enseguida pensé que podía ser una pelea de pandillas o algo que ver con las drogas. Temí lo peor. No era primera vez.
Nos subimos al coche patrulla y pusimos la baliza. Mi compañero conducía como un piloto de Fórmula 1 esquivando todo a su paso. No tardamos mucho en llegar y desde el coche confirmamos que habían unas luces sospechosas en una de las casas abandonadas. Apagamos todo para evitar llamar la atención de los delincuentes. Ibamos a sorprenderlos. Mi compañero me dijo que pidiéramos refuerzos. A mi me pareció que no era necesario.
Nos pusimos nuestras capas para la lluvia y salimos. Ambos desenfundamos nuestras armas de servicio y nos lanzamos a la acción. Si salíamos vivos de ahí nos iban a condecorar con los mayores honores. Eso me motivo aún más. Yo iba a entrar primero lentamente y mi compañero me iba a cubrir. Sólo podíamos escuchar el ruido de las gotas chocar con el techo de la casa abandonada y el ruido de los árboles que se mecían contra el viento. La puerta estaba abierta, todo era muy sospechoso. Había una mala vibra en el lugar.
Entramos silenciosamente, sólo el sonido de nuestra respiración y el crujir del piso de parqué, nos podía delatar. Era una casa grande y antigua de por lo menos de 8 habitaciones. Tenía dos pisos y gran jardín. El primer piso estaba despejado. Subimos la escalera sabiendo que alguien nos podía emboscar. Mi corazón latía como un tambor. Mi compañero sudaba. “Dale”, me dijo. “Vivir con honor o morir con gloria”. Asentí y seguí subiendo.
Todo parecía tranquilo salvo por una conversación y unas risas sospechosas. Nos detuvimos afuera de la habitación donde debían estar los maleantes. Estábamos yo y mi compañero frente a la puerta. Se había reportado un balazo… tenían que estar armados. Imaginé un cuerpo en el piso y un grupo de maleantes planeando que hacer con él. Teníamos que ser veloces y precisos. “A la cuenta de tres”, susurré.
“Uno
Dos
Tres
¡ALTO AHÍ! ¡POLICÍA! ¡SUELTEN SUS ARMAS!”
No sé que fue peor si ver a mi compañero tirado en el suelo de la risa o ver a mi hija de 17 años completamente desnuda besando a su noviecito de la escuela. Él estaba sobre ella en un colchón viejo. Había una botella de champaña descorchada en el piso y dos vasos plásticos. “Eso explica el balazo”, pensé y luego apunté el arma hacia ese chico que osó meterse con mi niña.
Mi hija no me habla. La castigué sin salir y sin celular por 1 año. Aunque no creo que funcione. Mi esposa cree que estoy loco. El jovenzuelo, que resultó vivir a dos casas de la mía, me denunció por abuso de fuerza y fui suspendido del trabajo, sin paga, por tres meses. Mi cargo está en evaluación. Mi compañero me sigue jodiendo con el tema”.
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