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viernes, 29 de enero de 2016

Para mi familia, que sobrevivió al cáncer




Era invierno, el día estaba cubierto de esas nubes tan espesas que se comen el sol. Sonó el teléfono y corrimos al consultorio. Esperamos una hora sabiendo exactamente lo que nos iban a decir.






Entre cafés amargos y miradas desconcertadas mi Mamá y yo nos sentamos en el escritorio para oír reproducirse todos aquellos pensamientos previos. “Es cáncer”, dijo el médico. “Del 1 al 4, sería un tipo 3, muy agresivo, pero nada está dicho”, agregó.


Ella lloraba mientras yo veía como el miedo nos iba consumiendo. Qué, cómo, cuándo y dónde. Todas esas preguntas que nacen ante lo desconocido, el ataque de sensaciones que nos provoca todo aquello que creemos no poder controlar. Sabíamos que comenzaba un viaje del cual suponíamos no ser guías, sino meros testigos. Sentadas en aquellas dos sillas de plástico, comenzó a subir el agua y a bajar el aire.


La noche anterior a la operación no pude dormir, era ese tipo de pánico que complica la respiración. El diagnóstico de cáncer de mama es incierto, muy incierto, hasta ese mismo no se puede dibujar ningún mapa. Mi hermana poseía una bella calma, mi Papá contenía sus estribos y yo lloraba en silencio, pero ella lo sabía. Se acerco a mi cama porque no quise subir a cenar, no bastaron muchas preguntas. Me acarició la cabeza con la suavidad que tanto la caracteriza, “no tengas miedo hija”, susurró con la seguridad propia de una madre audaz. Un contagio de coraje.


La operación duró dos horas y media. Familiares y amigos colmaron la sala de espera. Entre tantas expectativas mi Papá nos separó a un lado y nos pidió a mi y a mi hermana que lo acompañáramos, quizá percibió cómo los minutos nos inquietaban los huesos. Subimos al auto y manejamos hasta un café. No cualquiera, sino un café típico de la ciudad en el cual pasamos largas horas desde chicas. Mientras que intentábamos falsear la ansiedad pedimos el clásico: medias lunas. Una dosis de infancia.


“Salió todo bien, ella está bien y los ganglios no están afectados”. Quienes conocen del tema saben que la afección de los ganglios cambia drásticamente el panorama en el cáncer de mama y nosotros supimos entonces que estábamos más cerca de la orilla.


Ya van a ser casi ocho meses desde que a mi mamá le diagnosticaron cáncer de mama y falta poco para finalizar el tratamiento. Van a ser casi ocho meses de médicos, agujas, cremas, papeles, peleas con la obra social y viajes largos. De agua mineral, evitar la rúcula, la lechuga y los embutidos. De ir y de venir, de hacer y deshacer.


El cáncer hace pocas preguntas y demanda muchas respuestas. El cáncer duele, arde y desmorona. Se trata de una enfermedad a la que le importa poco el ritmo, la estética y la superficialidad que exige el mundo moderno. El cáncer come la piel, debilita los huesos y quiebra el pelo.


Se trata de una embestida ante la cual mi mamá lideró la tropa con la naturaleza de su propia y única fuerza, mi padre aguantó con su persistencia y rigor y mi hermana enterneció con su dulzura nata.


No hubieron armas más útiles que las caricias de mis abuelos paternos, el entendimiento silencioso de mi abuelo materno, el cuidado de nuestros tíos. Fueron cada uno de los mensajes, abrazos, visitas y reuniones entre amigos y seres queridos que cedieron sus días y horas.


Fue aquella fortaleza propia de un trabajo en equipo la que nos sacó a flote. En medio de la tormenta y con el agua al cuello, no hubo mejor salvavidas que grandeza contenida en el genuino amor y amistad.








Ocho meses atrás el “cáncer” era aquella palabra causante de nuestras principales pesadillas. Hoy, nos recuerda la importancia de soñar.


El cáncer es la historia que contamos sin pudor ni reservas, es aquella cruzada de la que salimos vivos, es aquella contienda ganada gracias a la humildad para aceptarla y el valor para enfrentarla.




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